Esta tarde suena el teléfono. Por la hora tiene que ser alguna compañía que me quiere ofrecer una irresistible oferta a la que me tendré que negar irremediablemente, pienso. No son horas de llamar. Algunos están echándose la siesta aún, otros andan aún somnolientos tras ella y otros, como yo, apuran su café tras acabar de comer. Cojo el teléfono: ¿Don Rafael Amat? Ése "don" tendré que ser yo, me digo algo confundido, la verdad. Sí, respondo. Le llamamos -me dice una nada sugerente voz masculina con acento granaíno- porque tenemos un paquete para usted. Muy bien, pienso yo y cuál es el problema. Viene con impuesto de aduanas. Ése es el problema. Son 34 euros, ¿lo quiere? Vaya pregunta, dentro hay una página que vale lo que cobro yo en un mes y me pregunta el pollo que si la quiero. Claro, si hay que pagar los impuestos pues habrá que pagarlos, respondo yo resignado. ¿Va a estar a usted en casa? Of course, digo "sí, estaré toda la tarde", miento, que a las ocho de la tarde tengo clase de tachínglis -léase That´s English!, uno se ha propuesto recuperar el tiempo perdido a lo Marcel Proust, pero sin magdalenas que también me he propuesto perder algo de (sobre)peso-. Cuelgo y empiezo a contar los minutos y hasta los segundos. Cerca de dos meses llevo esperando ese envío...
Y a las 18:19 minutos llaman a la puerta. Valor declarado: $40. A pagar, 34,60 euros. Las cuentas no me salen, pero doy gracias a que "ése" sea el valor declarado y no el "real"...